jueves, 22 de abril de 2010

Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae


Juan 6, 44-51


«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.»


Reflexión


Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo (cfr. CIC 1355).

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a El, que le busquemos con frecuencia para recibirle, para visitarle en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndole en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarle cara a cara en la vida futura.

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